Dicen que en la vida hay muchos momentos maravillosos e indescriptibles, muchos instantes en los que no puedes dejar de sonreír, en los que cada aliento de tu ser tiene sentido. Pero, sin embargo, hay otros en los que no puedes parar de llorar, en los que la vida se destiñe y pasa a ser de un color grisáceo que no te deja ver las cosas con claridad.
Esos momentos de la vida lamentablemente son los que cubren desde hace un tiempo mi ser. Porque es muy duro buscar una razón para seguir, y cuando parece que te marcas nuevas metas todo se va al carajo, todo pierde nuevamente el sentido y te ves, como al principio, perdido en un mar de dudas y frustraciones.
Muchas veces me siento como un niño pequeño, un chiquillo indefenso que apenas nada puede hacer por sí solo, que no puede tomar sus propias decisiones, ese muchacho que no sabe caminar solo y que necesita que alguien le agarre.
No entiendo por qué me ocurre a mí, si alguna vez hice daño a alguien lo siento. Nunca lo hice queriendo. Pero si es un castigo, creo que ya lo he pagado con creces.
Es momento de que mi suerte cambie, que de una maldita vez la vida me sonría y mis objetivos se vuelvan a vislumbrar.
Quiero que cada lágrima derramada, quiero que cada minuto desperdiciado haya servido de algo, que mínimamente tenga un sentido y así poder mejorar en un futuro para no cometer los mismos errores.
Cada mañana pensaré en lo ocurrido en el día anterior, no daré pasos en falso, no volveré a caer en tu trampa otra vez.
