En la penumbra de una habitación, el joven permanece tumbado en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Los ojos cerrados no bastan para apagar el torrente de pensamientos que lo asedia. Mira al techo, como si en la oscuridad pudiera encontrar respuestas, como si en la textura de esa nada pudiera leer los signos de un tiempo perdido. El alma, rota. El corazón, cansado. La tenue luz de la lámpara sobre la mesa de noche lanza destellos suaves, casi tímidos, que apenas rozan las paredes, en contraste con la sombra densa que lo envuelve por dentro. Sabe que algo se le escapa, que algo esencial se deshilacha silenciosamente, como un hilo suelto de la realidad.
Los recuerdos, esos que antes se sentían cálidos, empiezan a difuminarse. Siente que se convierten en brumas inconsistentes, como si nunca pudiera volver a compartirlos. Como si todo lo vivido fuera el eco de un sueño al que jamás podrá volver.
Y entonces, llega la angustia.
Una presión sorda se instala en su pecho, creciendo sin permiso, robándole el aire, como si su cuerpo olvidara cómo respirar. Cada latido de su corazón suena como una cuenta regresiva, como el segundero de un reloj cruel que marca el paso de una vida que no espera, que sigue, que arrasa.
Desde algún rincón de la casa, el sonido del televisor encendido rompe el silencio. Su padre duerme plácidamente, sonríe en sueños, como si su alma habitara un mundo sin cicatrices. Esa expresión serena, casi infantil, desgarra aún más el alma del muchacho que lo observa en la sombra. ¿Cómo aceptar que ese hombre, ese faro de su infancia, ya no volverá a ser el mismo que un día fue?
Casi veinte años atrás, una imagen quedó sellada en su memoria. En una cama de hospital, un pitido constante de máquinas retumba. Los tubos enredados como raíces artificiales y, sobre todo, el compás implacable de la respiración asistida, una sinfonía mecánica que sostenía con vida un cuerpo frágil, que únicamente pretendía aferrarse a este mundo.
En aquel entonces, se habló de un milagro. Y la vida caprichosa, impredecible, quizás compasiva, decidió regalar tiempo. Una prórroga. Una segunda oportunidad.
Hoy, sin embargo, toca volver a la batalla. La memoria se enfrenta al deterioro, a la transformación de lo conocido. Pero tal vez no deban quedar atrapadas las ruinas. Tal vez lo único justo sea guardar las risas, los abrazos, las mañanas soleadas en que todo parecía posible.
Si un día toca volver a contarlo, que sea desde el sentimiento más profundo. Que se abra el baúl de los recuerdos como quien abre una ventana, y que salgan, uno a uno, los instantes felices. Porque los momentos verdaderamente vividos no deberían poder borrarse.
Con manos temblorosas, se secó las lágrimas del rostro. Apagó el televisor de aquella habitación con suavidad y volvió a la cama. No había calma, pero sí decisión. Era necesario dejar pasar ese momento, para poder compartir un día más.
Porque, al final, de eso se trata: de empujar. Aunque duela, aunque pese, aunque el futuro se pinte con niebla y preguntas sin respuesta. Empujar por amor, por memoria, por lo vivido. Empujar porque aún hay algo que vale la pena. Porque mientras alguien recuerde, nada se ha perdido del todo. Y mientras alguien siga empujando, todo seguirá en pie.