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Cuando el tiempo se vuelve eterno

El hospital de una isla de verano se convirtió en su última estación. Paredes extrañas, relojes indiferentes, luces que no distinguían el día de la noche. Allí, tumbada en una cama, contemplaba la vida como un reflejo lejano, como una fotografía que empezaba a desdibujarse en su memoria.

Desde un sillón cercano, alguien la observaba como quien contempla un espejo completamente roto, incapaz de aceptar que lo efímero de la existencia había quedado reducido al latido vacío de un sueño que se escapaba entre sus manos.

La angustia se instalaba en ambos pechos: la culpa de no saber, de no entender, de no poder ofrecer respuestas ni alivio al consuelo vacío de palabras medicas.

Los días se desvanecían sin control, como hojas secas arrastradas por el viento. Ella, que nunca había sido de levantar la voz en señal de queja, resistía con una dignidad silenciosa, aun sabiendo que aquella batalla estaba perdida.

Tan frágil y tan fuerte como la llama del recuerdo que dejas en las personas que siempre te han querido.

Meses atrás se había convertido en una mujer de acero, ocultando las grietas de su cuerpo y la fragilidad de su alma, como si no quisiera inquietar a nadie. Durante tantos años había soñado con viajes nunca emprendidos, con paisajes reservados para un mañana que ya no llegaría. Había trabajado con firmeza toda su vida, aplazando deseos, convencida de que algún día llegaría la recompensa.

El reloj de la mesita marcaba su propio réquiem: tic–tac, tic–tac. El tiempo se consumía como una vela que agoniza lentamente, hasta dejar solo un hilo de humo suspendido en el aire.

El dolor fue estrechando los minutos hasta volverlos eternidades. La cama era prisión y refugio al mismo tiempo. El cuerpo, antes fuerte, se negaba a sostener incluso las rutinas más sencillas. Así, entre respiraciones cada vez más cortas, entre suspiros que parecían despedidas, se fue rindiendo poco a poco, dando paso a un silencio que seria eterno.

Pero ese silencio no fue vacío, sino herencia: una huella invisible que permanecerá en quienes compartieron con ella el camino de toda una vida. Porque la fragilidad del cuerpo se apaga, pero lo vivido, la luz que fue, permanecerá intacta en la memoria de quienes la quisieron.


Detente un momento. Cierra los ojos, respira y piensa en dos personas a las que quieras de verdad. ¿Ya las tienes?

Entonces dime: ¿Por qué, al menos, una de ellas no eres tú?

Quizá no sea una gran incógnita existencial, sino algo mucho más cotidiano: atreverse a responder con sinceridad a la mentira más repetida en el mundo. Esa que se disfraza en dos simples palabras: “Estoy bien”.

¿Cuál es, en realidad, la pregunta más difícil que una persona puede hacerse?

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