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La noche interminable

Como las noches de un niño que teme cerrar los ojos, aferrándose a la vida como si en la oscuridad se escondieran monstruos invisibles. Tan valiente como un hombre que es perseguido por los ecos de sus propios miedos, atrapado en un insomnio que le susurra pesadillas al oído. Dando vueltas en la cama, una y otra vez, mientras los ruidos de la noche se mezclan con los fragmentos de sueños rotos.

En una cama cuyo frío colchón apenas ofrece consuelo. Las paredes, altas y pálidas, se cierran sobre él como una cárcel sin barrotes. Atado a un fino cable de plástico que gotea sin cesar, marcando el tiempo con su insistente cadencia, como un reloj líquido que no deja de recordarle su fragilidad.

Mira por la ventana, pero no ve el mundo real. Allí fuera, la ciudad es un resplandor lejano, un espejismo que se desvanece en la distancia. Dentro, en la penumbra de ese cuarto, los pájaros no vuelan en el cielo, sino en las paredes de papel pintado, atrapados en un espacio que no es más que el espejismo de una realidad difusa.

El tiempo pasa con cada pestañeo, pero cada minuto se respira como una eternidad. Las agujas se mueven, el sonido del segundero resuena como un eco de lo inalcanzable. Se siente perdido en esa quietud impuesta, en esa pausa forzada en la que siente que su cuerpo ya no le pertenece. Quiere moverse, huir, pero solo algunos de sus pensamientos son tan libres como la magia del mundo que lo rodea.

Prisionero de la noche, testigo de un esperado amanecer.

Entonces, un susurro rompe el silencio. No es el tubo que gotea ni el murmullo del pasillo, es una voz conocida, cálida, que lo llama suavemente. Una mano, firme y temblorosa, que envuelve la suya para que no se sienta en soledad.

Poco a poco, la noche se diluye en tonos grises, anunciando la llegada de un nuevo día. La luz del amanecer se filtra a través de la ventana, desdibujando las sombras, devolviéndole los colores al mundo. Los pájaros de las paredes siguen ahí, pero ya no parecen atrapados, ahora son testigos de su despertar.

Respira hondo. El dolor persiste. La fragilidad se mantiene. Pero en su mano aún siente aquella presencia, ese ancla que lo mantiene a flote. Afuera, la ciudad no es un espejismo, es real, y en algún momento volverá. Por ahora, solo quiere volver a cerrar los ojos, no para huir de la noche, sino para soñar con el día en que pueda caminar bajo su propio cielo.

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