La vida no sabía que su corazón tenía alas

La vida no sabía que su corazón tenía alas para volar

Dicen que hay personas que llegan al mundo con una promesa escrita en el corazón. La suya decía «En busca de la felicidad». No lo supo desde el principio, claro, nadie te advierte que la fuerza, a veces, nace del dolor, y que la felicidad se forja, silenciosa, entre las lágrimas.

De niña soñaba con días sencillos, risas de recreo, abrazos que no dolieran, un hogar donde los silencios no pesaran tanto.  Pero su infancia se escribió en páginas arrugadas, como las hojas de un libro que ha tenido en su interior rosas secando.
Ella, cansada del ir y venir de dos casas, aprendió que el amor también se puede romper, que los adultos no siempre se encuentran, y que no siempre hay quien te sostenga cuando sientes que caes al vacío.

Durante los años de colegio buscaba miradas amigas, pero solo encontraba murmullos. Había días en que sentía que no encajaba en ninguna parte, como si la vida le quedara grande. Y aun así, dentro de ella persistía algo, una chispa diminuta, una voz suave que le susurraba a su mente: resiste, no siempre estarás sola. 

Porque la magia también puede nacer del destello de un chasquido de dedos.

Creció así, con los bolsillos llenos de miedos y los ojos llenos de sueños. Aprendió a callar cuando dolía, a sonreír cuando nadie más podía. Y cuando la vida le dio motivos para rendirse, eligió seguir luchando. No por orgullo, sino por amor a sí misma. Por la realidad de un mundo que reflejaba en su rostro la capacidad de la esperanza de saber que merecía algo más.

Pasaron los años, y sin darse cuenta aquella niña se volvió mujer. Una mujer llena de marcas de la vida, de tatuajes bajo la piel de reflejaban la madurez de una vida entrecortada. Que tropezó con el desamor, pero nunca perdió la oportunidad de amar. Que se miró al espejo un día y, por fin, se reconoció: perfectamente imperfecta.

Entonces, la vida le regaló su verdadero motivo: una pequeña que llegó a su mundo como una noche de rocío. En los ojos de su hija vio todo lo que alguna vez soñó para sí misma: la inocencia intacta, la risa sin miedo, la promesa de un amor eterno que no se quiebra.

Desde entonces, el todo se convirtió en un acto de amor y de reparación. Luchaba fuerte por llevar a casa un poquito más que el día anterior, ella era su completa razón.
A la lumbre de una chimenea abrazaba a su pequeña y sentía que abrazaba también a la niña que un día fue. Aquella que lloró en silencio, aquella que nunca dejó de esperar.

Le enseñó a su hija que la felicidad no es un destino, sino un camino que se construye paso a paso. Con el tiempo, las cicatrices del pasado se cierran y en su lugar comienzan a florecer las más bellas flores.

Cada día, cuando el sol descendía sobre el horizonte de las vistas de una casa a medio pintar, entendía un poco más quién era. No había nacido para huir del dolor, sino para convertirlo en algo que valiera la pena vivir. Aprendió que la luz no siempre llega desde afuera, a veces nace del mismo lugar donde ardió una herida. Y fue ahí, en medio de ese amor que no pedía nada a cambio, donde encontró su paz. Porque sí, había nacido para ser feliz. Y aunque la vida la puso de rodillas más de una vez, lo que la vida no sabía es que su corazón tenía alas para volar.


El amor incondicional es aquel que no exige, no mide, no pregunta. Es la forma más pura del amor, porque no depende de lo que la otra persona haga, diga o sea, sino que nace del simple hecho de amar.

Es un refugio silencioso que perdona, comprende y acompaña incluso en la distancia. No busca perfección, porque sabe que la verdadera belleza está en la imperfección compartida.

Ese amor no se impone, se ofrece. No promete eternidad, pero deja huellas que trascienden el tiempo. Y cuando habita en el corazón, transforma todo lo que toca. El dolor se vuelve aprendizaje, la soledad en calma, y la vida, en un sendero donde siempre hay lugar para la esperanza.

Dedicado para todas las mujeres, especialmente para ti.

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