Salió a la calle como quien responde a un susurro que no ha escuchado, pero que le nace en los huesos. No sabía cómo había comenzado a correr ni por qué el corazón insistía en castigar al pecho con tanta prisa. Solo sentía un desorden dentro de sí, un temblor que anunciaba que algo, en algún lugar, estaba a punto de romperse.
Y así, guiada por una intuición sin rostro, siguió el rastro de una llamada que no le pertenecía. No sabía dónde buscar, pero la noche parecía abrirle paso, cómplice de su urgencia. Salió en búsqueda de ese último baile.
Era la misma noche que la impulsaba a correr la que, a pocos pasos del mar, lo mantenía a él detenido en su frontera. Allí avanzaba, caminando al borde de aquello que había querido dejar atrás durante tanto tiempo, como quien ronda el límite de un sueño que se deshace en cuanto se intenta nombrar. Buscaba una luz que no doliera, que no cegara, una luz que lo envolviera en un silencio tan perfecto que pudiera, por fin, dejar de pensar. Cada paso era un hasta luego sin decir ni una palabra, una renuncia sin voz completamente silenciosa.
Detrás quedaban los rostros, los nombres, las promesas rotas que jamás encontraron su momento para cumplirse. Delante, en cambio, solo existía el sonido del agua, pronunciado en ese idioma que siempre le había susurrado la verdad de un descanso que no conoce final.
Pensó en su vida como en una delicada hoja atrapada en un remolino de viento. Había intentado amar, sí, pero ni la mitad de veces de las que había temido. Había soñado, pero siempre a medias, como quien teme despertar de un sueño vacío de finales felices. Tal vez, la paz no fuera un lugar al que llegar, sino la renuncia lenta a ser aquello que alguna vez creyó que debía ser.
Miró al horizonte, allí donde el cielo y el mar parecían rendirse el uno al otro sin resistencia, creyendo ver una respuesta, tenue y distante, que jamás había logrado comprender. No había tristeza en su interior, ya no. Solo una paz inmóvil, como si su alma hubiese entendido algo que su mente aún no estaba preparada para aceptar.
Cerró los ojos y respiró el aire húmedo que lo envolvía, un aire que olía a despedida. No necesitaba dar un paso, bastaba con dejarse caer. Y aunque sus pies no cruzaron el borde, el leve gesto de inclinarse hacia adelante lo dejó a un solo suspiro de desaparecer en el mar. Por primera vez creyó que ese instante suspendido, tan frágil que podía quebrarse con el viento, sería el último que le ofrecería al mundo.
Era un segundo capaz de trastocar el curso de la lluvia, de hacer que el sol retrocediera sobre el horizonte, de detener incluso la memoria. Todo estaba a punto de romperse.
Y entonces la sintió, una mano firme, llena de vida, posándose sobre su hombro con la delicadeza de quien intenta salvar un hilo que ya se ha empezado a deshilachar. No fue la voz la que lo detuvo, sino la presencia misma, una certeza silenciosa. Esa respiración agitada y temblorosa, tan cercana que, por un momento, tuvo más peso que el propio abismo.
Abrió los ojos. El mar y el horizonte aún lo invitaban a rendirse en su abrazo. Pero algo en aquella presencia lo trajo de vuelta. No era una promesa de alivio, ni un milagro tendido a sus pies. Era algo más humilde y, precisamente por eso, más verdadero: no estaba solo, ahora tenía compañía.
Entonces dio un paso atrás. No hacia una salvación inmediata, sino hacia la posibilidad de permanecer, de seguir batallando, aunque fuera solo por un día más.
Porque incluso cuando el mundo se estrecha y no queda camino alguno, incluso cuando todo señala con insistencia hacia el final, la lucha no siempre adopta la forma de un gesto grandioso.
A veces es solo esto: un paso atrás arrancado al abismo, una mano que te ayude a permanecer, y la pequeña, pero inmensa, valentía de no soltarse.
El verdadero lazo humano es como las estrellas. Siempre sabes que están, aunque no las puedas ver, aunque el día sea soleado y no necesites su luz. Pero cuando la oscuridad se extiende, cuando los caminos se vuelven inciertos y el mundo parece apagarse, es entonces cuando su brillo se vuelve mágico.
Sigamos peleando por rescatarnos, incluso cuando parezca que ya no queda nada por salvar. No apartemos la mirada de esas señales que nos advierten, que a veces nos empujan hacia ese pozo sin fondo. Iluminemos la oscuridad de nuestra alma, aunque sea con una chispa pequeña, casi imperceptible. Y en esa luz frágil, permitámonos buscar una razón, solo una, para permanecer, para sostenernos un día más.
Frente a un día gris, mi madre me enseñó, que tarde o temprano volverá a salir el sol.
Por quienes ya no están, que viven para siempre en nuestra memoria.
