El infinito espacio entre el miedo y la calma

El infinito espacio entre el miedo y la calma

Apago el motor de su coche al llegar a casa, respiró profundamente. Afuera, la lluvia golpeaba el parabrisas con la insistencia de quien no tiene prisa por volver a casa. Se quedó un momento en silencio, con las manos en el volante, mirando las luces distorsionadas de la calle a través del cristal empañado.

Había salido de aquel lugar sin decir casi nada. No podía. Todo lo que había construido durante años se desmoronaba, y lo peor era que no dependía de él.

Le temblaban los dedos. No sabía si de rabia o de miedo. En el fondo, era una mezcla de ambos. Le habían fallado. Personas que le habían dado su palabra, que le había asegurado que todo saldría bien. Palabras… Qué ironía.

Recordó entonces cómo la voz de su madre, dulce y serena como un pensamiento razonable en medio del caos, le había dicho una vez, cuando él no era más que un crío:

– Si dices algo, hazlo. Si te comprometes, cúmplelo. Porque el día que faltes a tu palabra, dejarás de ser diferente. Serás uno más. Hazte grande, hazte fuerte por tus palabras.
Tranquilo, tú no hiciste nada malo, a las buenas personas también les pasan cosas malas.

Años después, esa frase seguía teniendo el mismo peso. El había intentado vivir así. Cumpliendo. Siendo firme y constante, cargando en la mochila el peso de todos los impactos que la vida le había hecho encajar. Pero ahora, ese mundo había cambiado. ¿De qué servía mantener la palabra cuando las demás personas no lo hacían?

Desenvolvió un chupachups, hacía tiempo que lo había dejado, pero necesitaba que algo le recordara a su infancia. Bajó la ventanilla dejando que el aire frío le rozara la cara.

La calle oscura seguía seguía viva, girando a cada segundo. Y entonces le vino a la mente otra de aquellas frases que solía decir su madre:

– El miedo nos debilita. No digas que algo no puede pasar, porque nadie lo sabe. Solo piensa que cada minuto que pasa es un minuto que no vuelve. Quédate con lo mejor de cada momento y vívelo con la intensidad de un minuto que no volverá.

Mordió el caramelo y cerró los ojos. Había estado tan centrado en lo que perdía que no había visto lo que aún quedaba.

Abrió la puerta, se bajó del coche y dejó que la lluvia lo empapara. Miró hacia el suelo y, por primera vez en mucho tiempo, no sintió rencor. Solo una calma extraña, como si algo dentro de él se hubiera puesto en su sitio.

Volvió a pensar en su madre, en cómo lo miraría, y simplemente sonrió. Todavía quedaban muchas palabras por cumplir.


De todas las personas que se cruzarán en tu vida, tus padres serán, tal vez, de las pocas personas que desearán, sin ego ni condición, que seas mejor que ellos. Se esforzarán por darte lo mejor. Dia y noche sin descanso. Y cuando su voz se apague, cuando ya no quede quien te diga «estoy orgulloso de ti», tendrás que aprender a reconocer tu propio valor en silencio.

Porque llega un punto en que el orgullo de aquellos que nos rodean deja de ser brújula, y el único sentido de orientación que se encuentra es el de tu propia conciencia.

Si no estás donde quisieras estar, ¿Sientes que deberías estar en otro lugar?
Tal vez creas que, si pudieras chasquear los dedos y despertar en otro sitio, todo cobraría sentido. Pero incluso allí, quizá sentirías lo mismo.

Porque no se trata de dónde estás, sino de quién eres mientras estás ahí.
El error no está en el lugar, sino en la mirada que lo juzga. Cuando dejamos de perseguir el «dónde» y empezamos a abrazar el «ahora», descubrimos que ningún sitio es oscuro si lo iluminamos con nuestra sonrisa.

¿Qué te ha parecido?
+1
3
+1
6
+1
0
+1
1

Deja una respuesta